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lunes, 18 de mayo de 2020

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Simone Weil


Un mes antes de morir, Simone Weil escribió una carta a su amigo y compañero Francis-Louis Closon, manifestando su agotamiento físico y mental: “Estoy acabada, rota, más allá de cualquier posibilidad de reparación”. Enferma de tuberculosis, afirmaba que, esencialmente, las personas se diferenciaban “por el objetivo que asignaban a sus vidas; por su vocación”. En su caso, aseguraba que su vocación había consistido en ponerse al servicio de la verdad, dejándose llevar por una apremiante llamada interior: “Yo carezco de la posibilidad de utilizar mi propia inteligencia. […] Es ella la que me utiliza a mí, y ella misma obedece sin reservas -al menos confío en que así es- a lo que le parece ser la luz de la verdad. Obedece día a día, segundo a segundo, y mi voluntad jamás ejerce sobre ella acción alguna”. Simone Weil escribe esta carta desde el hospital Middlesex el 26 de julio de 1943.

Poco después, será trasladada al Grosvenor Sanatorium de Ashford, donde morirá el 24 de agosto de ese mismo año. Se ha dicho que sufría anorexia, que se dejó morir, que anhelaba el martirio. Su pasión por la metafísica platónica parecía haberse encarnado en su cuerpo, ahuyentando la materia. El escritor, político y periodista Maurice Schumann, uno de los primeros y más estrechos colaboradores de De Gaulle, observó que parecía “un espíritu casi desprendido de la carne”, el Verbo del Evangelio de Juan. Cuando los médicos insistían en que se alimentara mejor, descansara y se animara un poco, respondía: “No puedo sentirme feliz ni comer a gusto cuando siento que mi pueblo sufre”. O bien: “no estaré aquí mucho tiempo”.

Simone Weil consideraba deshonrosa su posición en Londres, lejos del peligro y las restricciones. Pedía que enviaran sus raciones de comida a los prisioneros de guerra franceses, avergonzada de no compartir sus penalidades. No le habían permitido combatir con la Resistencia. Su proyecto de lanzarse en paracaídas sobre Francia, sólo había provocado estupor e irrisión.

Le contestaron que carecía de la preparación necesaria y que sería más útil elaborando informes para la Francia Libre. Weil aceptó, pero no sin imponerse unas durísimas jornadas de trabajo, que apenas le permitían unas horas de sueño. A veces, dormía en el suelo de su pequeño despacho y apenas comía. Su tuberculosis se agravó y acabó en el hospital.

La perspectiva de morir no le inquietaba. Cuando su estómago apenas toleraba alimentos y ya no podía levantarse de la cama, le comentó a una de sus visitas: “Tú eres como yo, una porción mal cortada de Dios. Pero en mi caso no tardaré en dejar de ser algo cortado: estaré unida y vinculada”. Esas palabras no le impiden especular con su porvenir. No le agrada la actitud de la Francia combatiente con Argelia. Se alegra de no tener responsabilidades políticas. Después de la guerra, sólo desea volver a la enseñanza y pedir un permiso sin sueldo para leer y escribir. En el fondo, no se engaña.

Sabe que no recobrará la salud. Cuando es trasladada a Ashford, se lleva sus libros, cuidadosamente empaquetados, pero cuando contempla su habitación, con dos camas y una ventana abierta sobre un prado lleno de árboles, musita: “Un hermoso lugar para morir”. Su muerte no resultó traumática. Sufrió una parada cardíaca mientras dormía. Los médicos anotaron que su aspecto era apacible, sin indicio de dolor. Sólo pasó dos días en coma.

Poco antes de perder la conciencia, comentó que era judía, pero que deseaba hacerse católica, si bien no le convencían algunos aspectos de la doctrina y de la historia de la Iglesia romana. Un juez de instrucción ordenó una investigación y, tras examinar los informes médicos, dictaminó suicidio. Los periódicos locales publicaron la noticia en portada, con titulares que hablaban del “curioso sacrificio de una profesora francesa”. Fue enterrada el 30 de agosto en la zona reservada a los católicos del cementerio de Ashford.

 Asistieron siete personas a la ceremonia. Se avisó a un sacerdote, pero perdió el tren y no llegó a tiempo. Maurice Schumann leyó unas plegarias del Misal romano. Se depositó sobre la tumba un ramo atado con los colores de la bandera francesa.

Simone Weil murió con treinta y cuatro años. La mayor parte de su obra se hallaba inédita. Albert Camus, que admiraba su escritura y su trayectoria vital, editó y publicó gran parte de sus manuscritos, a veces con criterios muy subjetivos. En 1988, Gallimard publicó su obra completa en dieciséis volúmenes.

Actualmente, disfruta de un amplio reconocimiento, pero su figura continúa despertando perplejidad, asombro y cierto malestar. ¿Quién era realmente esa joven judía, profesora de filosofía, sindicalista, operaria de Renault y excombatiente de la Columna Durruti, que experimentó en Asís la imperiosa necesidad de arrodillarse ante el altar? ¿Cómo había que interpretar su experiencia mística con Cristo mientras recitaba “Love”, el famoso poema de George Herbert, que le ayudaba a combatir sus terribles migrañas? ¿Era una revolucionaria, una mística, quizás una neurótica? Cuando uno de los médicos que la atendió durante sus últimos días le preguntó por su profesión, contestó: “Soy filósofa y me intereso por la humanidad”. Su búsqueda incansable de la verdad impulsó un peculiar itinerario desde el comunismo hasta el catolicismo, pero lejos de cualquier ortodoxia.

Sería un tremendo error afirmar que con la edad derivó hacia posiciones reaccionarias, pues nunca se desvió de su preocupación esencial: el hombre. Tal vez por eso despertó la simpatía de Camus, otro rebelde que se debatió entre el marxismo y un ateísmo que desembocó en la doctrina estoica del amor fati (embrión –según Weil- del auténtico cristianismo). No se puede amar al hombre, sin amar el mundo, la tierra, el orden del cosmos. Eso sí, donde Camus sólo reconoce la impronta de lo absurdo, Weil advierte la gramática de Dios.

Tomado de: elcultural
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Acerca de ancilo59

Hola, Mí nombre es Andrés Cifuentes. Soy un andaluz que lleva desde 1967 viviendo en Madrid. Es una ciudad cosmopolita, centro de negocios, sede de la Administración pública, central del Gobierno del Estado y del Parlamento español. Ojalá quien habla de nuestra incultura se acuerde de Séneca, Columela, Maimónides, Averroes, Góngora, Bécquer, Alexandre, Lorca, Juan Ramón Jiménez, Machado, Falla, Zambrano, Picasso, Velázquez, Murillo, Alberti, Carlos Cano, Gala, Luis Rojas Marcos, Sabina…

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