Flagelantes recorren la ciudad de Tournai para liberar al mundo de la peste negra. 'Chronica Aegidii Li Muisius'. (Ann Ronan Pictures/Print Collector/Getty Images)
La inquietud que ha generado el Covid-19 encuentra eco en el temor que en el pasado sintieron las sociedades ante otras epidemias
A lo largo de los siglos, distintas epidemias han afectado al Viejo Continente cada pocos años: tifus, disentería... Una de ellas resultó especialmente nociva, hasta el punto de que su nombre se utiliza aún para designar cualquier patología, infecciosa o no, que provoca una gran mortandad. Nos referimos, claro está, a la peste.
Aunque apareció en múltiples ocasiones, la de 1348 ha permanecido en la memoria histórica como la más dañina. Alcanzó un nivel tan devastador que un tercio de la población europea sucumbió a sus estragos. Después regresaría a intervalos más o menos regulares: 1363, 1374, 1383, 1389..., aunque nunca con aquella intensidad letal.
La peste constituía un castigo, expresión de la cólera de Dios ante los pecados de los hombres¿Cómo reaccionaron los contemporáneos de estas catástrofes sanitarias? Eran muy conscientes de que nunca aparecían en solitario, sino unidas a otros dos jinetes del Apocalipsis: el hambre y la guerra. Para aquellos que eran religiosos, no había duda de que la enfermedad constituía un castigo, expresión de la cólera de Dios ante los pecados de los hombres. Por eso, muchos acostumbraban a representar la peste como una lluvia de flechas que afectaba a todos por igual, ricos y pobres, jóvenes y viejos.
El jinete de la Muerte, del 'Apocalipsis de los Confinados', Normandía, Francia, c. 1300. (Dominio público)
Este carácter igualitario y su naturaleza repentina eran los rasgos que más llamaban la atención del hombre medieval. Nadie estaba a salvo. Uno podía estar sano y morir a los dos o tres días, tal como observó el religioso Jean de Venette durante una peste en el París del siglo XIV. Se generaba un temor que podía llegar hasta la psicosis.
¿De quién es la culpa?
Para dar sentido a los acontecimientos, muchos buscaban un chivo expiatorio al que culpar. Entre los sospechosos habituales se encontraban los extranjeros, marginados sociales como los leprosos o una minoría religiosa, los judíos.
Las ejecuciones de estos últimos llegaron a considerarse una medida profiláctica para prevenir la extensión de mal. En 1348, varias personas fueron quemadas en Stuttgart, y eso que la ciudad aún estaba libre de la epidemia, que no llegaría hasta dos años después. La peste contribuía a acentuar un antisemitismo ya enraizado en la mentalidad de la época.
La angustia hacía que los testigos proporcionaran evaluaciones muy exageradas de los hechos. Boccaccio, en el Decamerón, afirma que en Florencia murieron más de cien mil personas durante la peste de 1348. Esta cifra, como precisaba el historiador Jean Delumeau en El miedo en Occidente, resulta desorbitada. La ciudad italiana no tenía por entonces tantos habitantes.
Quema de judíos en Deggendorf en 1338. 'Crónica del mundo' de Schedel, 1493. (Fine Art Images/Heritage Images vía Getty Images)
En aquellos momentos, el miedo a la muerte implicaba el temor a la condenación eterna. ¿Y si una persona fallecía sin llegar a confesarse? Cualquier desgracia de la vida palidecía ante la posibilidad de tormentos inimaginables sin fin.
Aflora el egoísmo
Cuando se desataba el pánico, salía a la luz la parte más egoísta del ser humano. Incluso aquellos a los que se les presuponían determinadas cualidades morales podían actuar como perfectos cobardes. Los clérigos no estaban libres del miedo, así que también se unían a la desbandada de los que procuraban escapar por todos los medios de una epidemia.
En 1656, el cardenal arzobispo de Nápoles prohibió a sus curas que abandonaran su parroquia. Pero él se abstuvo de predicar con el ejemplo: corrió a refugiarse al convento de San Telmo y no lo abandonó hasta que pasó el peligro.
Lutero (a la derecha) ante el cardenal Cayetano. Xilografía de 1557. (Dominio público)
Las crónicas sobre epidemias en diversos siglos muestran cómo el peligro de contagio desataba episodios de crueldad. En la ciudad alemana de Wittenberg, durante la peste de 1539, se produjo un auténtico sálvese quien pueda. Martín Lutero, el gran líder de la Reforma protestante, observó que sus conciudadanos huían en medio de la histeria. Los enfermos no tenían quien les prestara cuidado. Según Lutero, el miedo era un mal aún más terrible que la propia enfermedad. Perturbaba el cerebro de la gente y la empujaba a no preocuparse ni siquiera de sus familias.
Ignorancia e inconsciencia
La última gran epidemia de peste que asoló Europa tuvo lugar en Marsella en 1720. Después la enfermedad prácticamente desapareció del Viejo Continente. Sería sustituida por otras plagas terribles, aunque no tan mortíferas, como la viruela, el tifus o la fiebre amarilla. Este último mal asoló Andalucía entre 1800 y 1804. En un intento de hallar una explicación, se discutía si el miedo era el causante del contagio.
Las voces más sensatas respondieron que eso no podía ser: los hombres valientes morían en mayor cantidad que las mujeres “tímidas” o los niños. Además, no se observaba que en el ejército o en la marina hubiera más afectados. Eso es lo que hubiera debido suceder de ser cierta la hipótesis: en el combate se experimenta temor.
Póster alertando a la ciudadanía sobre la gripe española en Alberta, Canadá, c. 1918. Da indicaciones sobre cómo usar una mascarilla. (Dominio público)
En 1918, con la gripe española, regresaría una pandemia tan letal como las de siglos anteriores. Significó la muerte, en dos años, de más de cuarenta millones de personas en todo el mundo. La pandemia se abalanzó sobre una Europa que aún no había salido de las calamidades de la Primera Guerra Mundial. Los servicios médicos se encontraron desbordados ante aquella amenaza de origen incierto.
Según un miembro del personal sanitario francés, la inconsciencia de la gente favorecía la extensión del problema: “La ignorancia y la ligereza de la masa del público, la incomprensión de las necesidades de aislamiento, de profilaxis, alargan a seis meses una epidemia cuya duración habitual no sobrepasa las seis semanas”.
En aquel ambiente de angustia, la prensa del país galo no dudó en culpar de la gripe al enemigo germano. Las teorías más descabelladas parecían creíbles en aquellos momentos. Circulaban rumores sobre conservas llegadas desde España en las que los agentes del káiser habrían introducido agentes patógenos.
En los ochenta, la histeria por el sida desencadenaba actitudes persecutorias hacia los más débilesLo cierto es que Alemania se vio igualmente afectada por la gripe. Cuando la contienda finalizó, el contraespionaje francés no había podido detener a nadie bajo la acusación de practicar la guerra biológica.
El siguiente episodio de pánico se desató en los años ochenta: lo provocó el virus del sida. Los homosexuales y los drogadictos pasaron a ser los nuevos apestados en un clima en el que la histeria, una vez más, desencadenaba actitudes persecutorias hacia los más débiles.
Miedos imaginarios y reales
Hoy, como en el pasado, no faltan las teorías conspiratorias. En Cuba, por ejemplo, ha circulado el rumor de que el coronavirus es fruto de una operación emprendida por Estados Unidos. La confirmación de esa teoría sería, para sus impulsores, que el país más afectado es China, rival de los norteamericanos en la pugna por la hegemonía mundial.
No es la única hipótesis que circula en foros conspiranoicos, claro está. Y existen otro tipo de reacciones más “proactivas”: en Estados Unidos se ha confirmado un aumento en la venta de armas a raíz del coronavirus.
Cola ante una armería en San Bruno (California), 16 de marzo de 2020. (JUSTIN SULLIVAN / AFP)
Por otra parte, la extensión de los avances científicos ha multiplicado las inquietudes ante una posible catástrofe biológica. En 2004, por ejemplo, un equipo internacional logró reconstruir en Estados Unidos el virus de la gripe española. El resultado de su trabajo se encuentra en un laboratorio de máxima seguridad, pero ¿es descartable un accidente? ¿Qué sucedería si cayese en malas manos?
Pese a la modernidad de nuestro mundo hiperconectado, la humanidad sigue siendo muy, muy frágil. Y los miedos nos acosan como siempre
Las primeras epidemias de la Historia
Acerca de ancilo59
Hola, Mí nombre es Andrés Cifuentes. Soy un andaluz que lleva desde 1967 viviendo en Madrid. Es una ciudad cosmopolita, centro de negocios, sede de la Administración pública, central del Gobierno del Estado y del Parlamento español. Ojalá quien habla de nuestra incultura se acuerde de Séneca, Columela, Maimónides, Averroes, Góngora, Bécquer, Alexandre, Lorca, Juan Ramón Jiménez, Machado, Falla, Zambrano, Picasso, Velázquez, Murillo, Alberti, Carlos Cano, Gala, Luis Rojas Marcos, Sabina…
0 comentarios:
Publicar un comentario